Anecdotario de un librero en el Carrer de la Verge

¿Y si las voces de todos los que pasaron por la librería se quedaran guardadas para siempre?

La familia que vive arriba de la librería es de Filipinas. Uno de los hijos, de cuatro o cinco años, nos saluda diciendo “hola” unas cuarenta veces al día.

Hace poco, mientras leía los poemas y anti poemas de Nicanor Parra, pensé que ya era hora de devolverle el saludo. Lo busqué entre los balcones tapados de ropa tendida. Le dije “hola” y me quedé unos segundos esperando el saludo de siempre como respuesta, pero no me contestó. No quiso hablar más.

Quizás ese niño al que no conozco representa el temor que, muchas veces, me generan los demás. Pero cuando escribo ese miedo no está: nadie que me hable cuando no tengo ganas de hablar. Nadie que me diga cosas que no me interesan. Escribir, para mí, es gritar “hola” a la nada cuarenta o cien veces al día sin que me importe quien pueda llegar a escuchar.