Anecdotario de un librero en el Carrer de la Verge

Las cosas del verano, del amor, de la fe y el ardor se congelan para terminar en el perfecto invierno de los libros.

Estas son las cosas que más me llamaron la atención la primera vez que entré en la habitación de mi profesor de cine: una foto en blanco y negro de Borges con los ojos cerrados, la caja del vhs que en el borde llevaba el titulo Morir en Madrid, un banderín de Racing, y una foto, creo que también en blanco y negro, de Orson Welles del brazo de un director de cine español de quien no recuerdo el nombre.
A José Martinez Suarez lo conocí gracias a mi hermano, que algunos años antes había tomado clases con él y había filmado dos cortometrajes que me gustaban mucho. En aquel momento yo soñaba con ser director de cine. Ahora menos, pero también.
Después de un tiempo de haber empezado en el taller MS, hice junto a Paula mi primer corto. Íbamos juntos al edificio de la avenida Coronel Diaz. Hoy los dos tenemos esta librería y, los dos, hoy queremos hablar de José. El cortometraje que hicimos se llamó Rusalca, nombre extraño que encontré en el diccionario al no saber qué titulo darle a la obra. Quedó finalista en el concurso Georges Meliés pero no ganó. Al año siguiente filmé otro junto a mi hermano: Los amantes. Las charlas con José en el pequeño escritorio de su departamento, verlo mover las manos altas mientras nos indicaba qué leer para mejorar las ideas que teníamos, las noches que pasamos con compañeros de taller en casas frías donde filmábamos nuestros guiones, todo eso forma parte del camino que nos llevó a Lata Peinada.
Mucho tiempo después, cuando José ya era presidente del Festival de Cine de Mar del Plata, fuimos con mi hermano a visitarlo. Hablamos en la habitación de siempre. Nené, su mujer, ya no estaba. Cuando nos estábamos por ir, llamó la mujer que lo cuidaba y dijo que esa noche no iba a poder ir. Entonces decidimos quedarnos a dormir para acompañarlo. Al principio se negó, pero al rato se dejó convencer y no tardó en indicar donde acomodarnos para pasar la noche: a Guido le tocó la habitación de la mujer que faltaba; a mí, el sillón del living.
A la mañana siguiente desayunamos los tres. Nos dio un beso y nos fuimos. En el ascensor de doble puerta supimos que salíamos de una escena hermosa y memorable. Esa fue la ultima vez que lo vi.
La película de noventa y tres años de este hombre que tanto quise terminó hace unos días.
Le agradezco, entre tantas otras cosas, haber corregido el único libro que publiqué, haberme prestado muchos libros, la película El hombre que seria rey y habernos dejado cuidarlo aquella vez.

Nunca me animé a decirle que Ciudadano Kane, su película preferida, no me gustaba tanto.