Claves de lectura de “Conjunto vacío”, de Verónica Gerber

Por Sofía Balbuena

El primer ejercicio de Gerber es dictaminar en términos propios que tiene talento para
empezar, pero a la vez que todos los comienzo se parecen, y que por eso mismo va a
intentar evadir el ritual del principio. Siendo una experta en principios, dice, todo se remite
en definitiva a la invariabilidad de los finales. Por definición el final clausura el proceso que
hasta ese entonces existía abierto, para disponernos de vuelta en el punto cero de la
próxima cosa. Ese es la primera declaración de principios de la compañera Verónica
Gerber.
Así como ciertas veces las historias se conciben y se plasman como un recorte en tiempo
y espacio, de una línea, evolutiva o no, pero infinitamente más larga, Gerber propone
pensar que la historia contada, la escrita al menos, tendría también la forma del recorte,
pero la secuencia de la cual se extraen las historias -la de nuestras vidas, para el caso- es
finita y es cíclica. Empezamos, hacemos, terminamos. Volvemos a empezar. Para qué
escribir entonces. O cómo lidiar en el fuero interno con la necesidad de narrarnos si en
realidad a todas nos pasan las mismas cosas. De la misma exacta manera.
La estructura canónica de la narración es, justamente, inicio, nudo, desenlace. Aunque no
necesariamente sea la estructura de la novela canónica. Este es una suerte de modelo o
de tipo perfecto, que por uso y costumbre hemos asimilado a la narrativa, en especial a
las novelas. Pero finalmente esa estructura particular en sí no existe para otra cosa que
para simplificar los términos de la cuestión. La segunda declaración de principios de la
compañera es que no existe una única forma de narrar, que la linealidad sirve a algunas
historias y a otras simplemente no. Que, en definitiva, los principios pueden ser tan
múltiples como simultáneos y que lo único que todas las narraciones tienen en común es
el negro en el que todo termina y vuelve a empezar. Lo que sea que estemos leyendo,
avisa, es una especie de BOOMERANG y nos los dice así, en mayúsculas, pero al revés.
Este es un recurso, cuando no la estructura misma, que va a recorrer todo el libro.
Gerber va a concebir una historia fragmentaria que remite a sí misma en todas sus
aristas. De forma desagregada y, en apariencia caótica, todo lo que efectivamente sucede
en el libro, le pasa a Verónica, la protagonista, que además se llama como la autora, o a
través de ella. Verónica es una heroína pos moderna en el sentido de que no es un
heroína. Es un yo, siendo yo, pero intentando por todas las vías posibles no ser
estridente. Licuar en la forma y el ensayo mínimo la contundencia de su especificidad. La
voz es la de una estudiante de bellas artes encerrada en un lenguaje que la atraviesa
pero que no domina, que se siente una especie de insecto encerrada en la observación
de la vida que sí parecen tener los demás. De una simpleza específica y desconocida, sin
credenciales adquiridas, el nudo de la protagonista es la sensación de una ausencia que
desde ella se proyecta a su alrededor. A partir de la asunción, si se quiere, de la
imposibilidad misma de la representación, hace un intento de construir una referencia
equilibrada. El reconocimiento del vacío le permite apelar a la totalidad.
La historia inicia con el final de una relación. El Tordo le pide a Verónica que se vaya de la
casa que comparten. Es el final y es el principio. El amor con Tordo ha sido tormentoso y
eficaz. Mayor que ella, fotógrafo y parte de un ambiente al que ella sino aspira a
pertenecer, al menos reconoce como interesante, Verónica se obnubila. No tanto por los
destellos que pueda refractar el personaje en sí, sino porque Verónica es de esas
criaturas raras que premian la inteligencia de aquel que tiene el tino de prestarles
atención. Es algo que, en principio, podríamos entender que contradice a su composición
específica. Pero si lo miramos bien, no necesariamente. Hay que ser curioso para
volcarse con determinación hacia alguien que se posa sobre las cosas como una especie
de insecto encerrada en la observación de una vida que sí parecen tener los demás. Ella
confía en que quien nota el valor en alguien que se percibe tan insignificante debe valer
todas las penas. La pasión nos aloja y nos encierra. El premio al acierto de reconocerla es
darle todo de ella. Así existe Verónica en su propia piel, y por primera vez, dentro de un
conjunto que es propio y que no está vacío, como el de su familia quebrado por la
ausencia de la madre.
Ella regresa, entonces, a vivir al piso búnker en donde antes vivía, junto a su hermano y
su madre. Otro principio u otro final, anterior, es la desaparición de la madre de Verónica.
Un día en la cocina, mientras tomaban el café, simplemente dejó de estar. Pero vamos a
saber que no pasó de un momento para el otro, que no fue, al menos, una desaparición
forzada en un contexto de dictadura. La madre de Verónica es argentina y se ha exiliado
en la Ciudad de México. La fecha en la que Verónica data su desaparición es el invierno
de 1995. El hermano de Verónica, está partiendo de la casa que otrora habían compartido
en el momento en el que ella regresa. Es otro principio, pero es el de él y eso no le cabe
al libro. Es él quien le consigue a Verónica un trabajo ordenando el archivo personal de
Marisa, una mujer que acaba de morir, que tenía la edad de su madre, que era argentina
como su madre y que, además, escribía, como Verónica. Es un final y es un principio.
Porque en ese trabajo Verónica conoce a Alonso y se vuelve a enamorar. De eso se trata
este libro. Es el fin de un amor y el comienzo de otro. Es una vuelta a la reconstrucción
subjetiva en el reconocimiento. En breve entendemos que Gerber nos estaba preparando
una disculpa enredada en la historia. Hay que tener mucho coraje para escribir en pleno
siglo XXI otra novela de amor.
Marisa, la madre de Alonso, fue además exiliada, como la madre de Verónica. A partir de
esta certeza, ella traza un historiografía silenciosa pero compartida con el nuevo objeto de
su afecto, Alonso. Pero Alfonso comparte su protagonismo con otra persona, pertenece a
otro conjunto del que Verónica es ajena. En otras palabras: tiene novia. Ella guarda
esperanzas porque a ambos les falta la madre que escapó de la dictadura argentina.
Comparten una herida geográfica. Otro punto a considerar aquí es uno del que los
narradores y narradoras argentinas de pos dictadura conocen bien: cómo contar la
historia de nosotros, como sujetos y como generación, sin quedar clausurados en el
determinismo de la historia política del país. Elsa Drucaroff sostiene en su libro Los
prisioneros de la torre que no hay posibilidad de sustraerse a la herida de la dictadura.
Que por acción u omisión, las narradoras y los narradores nacidos en período de
dictadura (1976-1984) no pueden hacer otra cosa que remitirse a ese origen quebrado por
el vacío de una generación. Cómo hablar entones de esa falta cuando una no ha sido
víctima directa del horror, cuando la porción del vacío que ocupa el espacio de nuestras
vidas no nos constituye como protagonistas de la historia con mayúscula. Parece
inevitable sentirse ajena en el relato de la propia historia. Digo, el exilio es algo muy
terrible y muy duro, pero la tortura y la desaparición, en la escala de la maldad, aparecen
como peores. Las víctimas directas, sus hijes, sus madres, parecen ser narradores más
autorizados de la desaparición. Pero de vuelta, como narrar el horror, el surco que deja
una falta que no puede ser explicada. Las víctimas directas de las dictaduras no están,
permanecen desaparecidos. Les hijos y las madres puede que se encuentren demasiado
cerca de la llaga, en el centro de otro conjunto que permanecerá por siempre vacío y sin
posibilidades de reconstruirse. Quizás esto los vuelva todavía más incapaces de dar
cuenta del núcleo de esa violencia a través de la palabra escrita. Para el caso, la madre
de Verónica y Marisa, la madre de Alonso más cercas de la llaga, no parecen capaces de
alzar la voz.
Aquí un reconocimiento y quizás la tercera declaración de principios de Gerber: reivindicar
el derecho a narrarnos en nuestros propios términos, generando una fórmula geométrica
para advertir a los lectores y las lectoras posibles, probables y deseables, que una es el
centro de algo. De un conjunto, o de muchos múltiples conjuntos y que esos pueden estar
sujetos a miles de determinaciones históricas, políticas, geográficas. Es muy probable que
otros y otras tengan mejores herramientas para contar exactamente lo mismo, pero esto
no clausura nuestro deseo, ni nuestra necesidad. La cuestión con los conjuntos es que, si
bien nos permite erigirnos como unicidades en la multiplicidad en el marco de los
vínculos, en el espacio finito del universo, tienden a superponerse. Existimos con otros y a
partir de los cruces que generamos en ese existir. Un ejemplo: Tordo se enamora de otra
mujer y la deja, de la misma forma en la que dejó a una mujer anterior para enamorarse
de ella. Ese el final de la relación de Verónica y Tordo y el principio del relato de su
disolución. Es el nudo que la lleva de vuelta al búnker de su madre en donde la historia
vuelve a iniciar.
En el santuario de las cosas que Marisa dejó en el paso por esta vida, Verónica descubre
que esa mujer que es un personaje secundario del libro, también aparece subsidiaria a su
propia vida. Un poco como Verónica, que cambia su lugar en el centro del mundo según
se presentan en la escena o no las nuevas y viejas novias de sus nuevos y viejos novios.
Marisa se pasó la vida escribiendo siempre la misma historia casi sin variaciones.
“Empezar muchas veces el mismo texto es, al menos, una insistencia por contar y
entender la misma historia. De otra forma uno fracasa una y otra vez empezando relatos
que siempre terminan igual”. Puede que aquí resida la clave para descifrar los dibujos que
cuentan en paralelo la historia escrita y una cuarta declaración de principios, más
definitiva: Gerber no ha vuelto a escribir otra novela.
Verónica le propone a Alonso, en el núcleo de un amor que se anuncia, que viajen juntos
a la Argentina. El vínculo crece también a partir de la escritura. De correos electrónicos en
este caso, hechos de palabras escritas al revés, como para no caer del todo en los
lugares comunes y hacer coincidir la literalidad con la forma estructurada del relato. Pero
Alonso nunca llega al aeropuerto, y eso es lo primero que sabemos de la historia de
Verónica y Alonso. Que él nunca llega a viajar al fin del mundo con ella. Es el final y es el
principio del viaje de Verónica a la Argentina.
Luego hay toda otra serie de elementos que van abonando la densidad de la voz y su
apelación constante a intentar asir la memoria de las cosas en ella, de bucear la
profundidad de la falta para acercarse a la constitución de sus heridas. Y una serie de
obsesiones que refuerzan las metáforas principales del texto. La muy mal lograda
intención de no permitir que interior del búnker ceda a la presión del afuera que muta en
una obsesión por estudiar la edad de los árboles en los círculos de crecimiento de su
tronco (dendrocronología) -“un tronco es la bitácora de un ecosistema. Y talar un bosque
un bosque no es solamente una tragedia ecológica, es, literalmente, destruir un archivo de
datos históricos”-; su romance con un alemán con el deciden no cruzar palabras; las
observaciones que hace del telescopio que instala en el cuarto en donde trabaja en el
archivo de Marisa; el comportamiento errático de la Nuar, la gata que encuentra en la
puerta de su casa y adopta.
Cerrado sobre su propio recurso, hermético y lógico, pero sencillo a la vez Conjunto vacío
ha sido edificado a partir del recurso de saltearse el inicio para contar la disolución y la
ausencia en figuras gráficas sencillas que comprenden mejor que nosotras las estructuras
de nuestra vínculos y nuestras faltas. Las palabras en su dimensión de registro, se
imprimen con la misma tinta con la que toman forma las figuras; hacer coincidir la ternura
específica de un vínculo con la disposición armónica de una figura geométrica puede
leerse como una forma de simplificar la cuestión en el mismo sentido que inicio, nudo y
desenlace es una forma de simplificar la estructura de las historias. Pero es también es
una manera delicada de acercarnos a la verdad propia desde la experiencia ajena sin
empalagarnos con el yo. Un puente hacia la sensibilidad de los demás que logra que nos
identifiquemos por su pretensión de participarnos en la abstracción y la elipsis. Como diría
mi amigo, el escritor catalán Miquel Duran, Conjunto vacío podría ser definido como un
libro de dispuesta geometría.
Fragmentos imperdibles:
– Pág. 48
– Pág. 101
– Pág. 113
– Pág. 133
– Pág. 145