Claves de lectura de “El boxeador polaco”, de Eduardo Halfon

Por Daniela Demarziani

El libro comienza con el “prólogo de estaño” y entonces yo me preguntaba por qué de estaño. Después, releyendo el prólogo para esta sesión, entendí que tenía que ver con el aniversario de diez años que cumplió el libro, pero digamos que me ganó la curiosidad y busqué la definición de estaño en el diccionario esperando encontrar otras respuestas, un doble sentido literario.

Por definición, el estaño es un elemento químico de estructura cristalina que se usa en forma de hojalata como capa protectora para recipientes de cobre, para fabricar latas y objetos similares.

Hay algo en el prólogo, en esta edición, que se cubre, se cierra sobre sí mismo, se protege. Ningún elemento de los que encontramos en esta obra, desde el prólogo del propio autor hasta el Discurso de Póvoa que cierra el libro, es inocente o fue puesto a jugar con otros elementos solo porque sí.  Hay una intención, que parece surgir de la necesidad de los propios textos, de volverse sobre sí y crear una red que los une. Y, así, Halfon no nos presenta solo un libro de cuentos.

Hay algo más que no se dice, que se intuye mientras se lee; un universo muy personal que se abre para nosotros, los lectores, y que se cierra, pero a la vez nos plantea preguntas, sobre todo (aunque no exclusivamente) en torno a la literatura. ¿Y qué es un libro sino una conversación con otros libros ya fueron escritos o futuros libros que aún no?

En el prólogo a esta edición 2019 de Libros del Asteroide, Halfon hace algunas aclaraciones, disclaimers o deslindes de responsabilidades podríamos decir, que nos servirán como claves para entender la calidad mutable de este texto que se fue gestando solo con los años: “Esta nueva edición (…) recupera el mismo esquema que seguí cuando estaba escribiendo las primeras historias de su narrador, ese otro Eduardo Halfon, que en aquel entonces apenas nacía, y que hoy aún me acompaña”.

Y aquí me detengo porque me parece importante esta acotación del autor. Hay un otro yo que escribe, un alter ego, un narrador, que en el caso del Boxeador polaco lleva el mismo nombre que el autor, que es docente como el autor, de familia judía como el autor, pero no es el autor.

Quizás este juego, esta diferencia entre autor y narrador se entienda mejor promediando el libro con el Discurso de Póvoa, y cito: “uno solo puede volcarse sobre la propia experiencia” y “la literatura no es más que un buen truco, como un mago o un brujo”. Podríamos concluir entonces que uno puede hacer cierta alquimia con la experiencia propia y convertirla en literatura.

La buena literatura es simplemente verosímil. Debe crear un sistema dentro del cual los elementos funcionen, nos hagan cuestionarnos cuánto de verdad hay en el relato, qué es literatura y qué es ficción, cuánto se puede jalar de un hilo hasta romperlo y siempre, como autor, quedarse en esa tensión previa al quiebre. Halfon hace esto maravillosamente porque, sobre todas las cosas, es un gran narrador, que “obedece” (en palabras del propio Halfon) al texto, que es lo que todo buen escritor debería hacer: sentarse a escuchar el texto para seguirlo adonde este lo lleve.

El libro comienza con el cuento “Lejano”:

“Me estaba moviendo entre ellos como si quisiera encontrar la salida de algún laberinto. El carácter doble de la forma del cuento, leímos juntos del ensayo de Ricardo Piglia, y ya no me sorprendió ver todos aquellos semblantes repletos de acné y la más tierna confusión. Un cuento siempre cuenta dos historias, leímos. Un relato visible esconde un relato secreto, leímos. El cuento se construye para hacer aparecer artificialmente algo que estaba oculto, leímos, y les pregunté si habían entendido algo, cualquier cosa, y era como estar hablándoles en algún dialecto africano. Silencio”.

El cuento comienza con una referencia a Ricardo Piglia. Ya dije anteriormente que nada en este libro y en su estructura, tal y como fue concebida, es inocente. A lo largo de todo el libro, Halfon usará los relatos como excusa para conversar con la literatura y disertar. En eso, el vicio docente es claro y lo recubre todo como la capa protectora de estaño.

Si no conocen la Tesis sobre el cuento de Ricardo Piglia, les recomiendo que la lean. Está en su libro Formas Breves que se consigue en la Lata. Pero, para resumir, Piglia arranca la Tesis con el siguiente ejemplo de un cuento de Chejov:

“En uno de sus cuadernos de notas, Chéjov registró esta anécdota: “Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida”. La forma clásica del cuento está condensada en el núcleo de ese relato futuro y no escrito. Contra lo previsible y convencional (jugar-perder-suicidarse), la intriga se plantea como una paradoja. La anécdota tiende a desvincular la historia del juego y la historia del suicidio. Esa escisión es clave para definir el carácter doble de la forma del cuento. Primera tesis: un cuento siempre cuenta dos historias.”

Lo que no se dice en el cuento, lo que está por debajo, es lo que espesa la narración. En palabras del propio Juan Kalel, que es sin dudas para mí de los mejores personajes de la literatura con los que me topé en los últimos años (todos quienes escribimos querríamos tener en nuestro haber un Juan Kalel en nuestros cuentos), él reflexiona respecto de la tesis de Piglia: “Un cuento es algo que vemos y podemos leer, pero también, si lo ordenamos, es algo más, algo que no vemos, pero igual está ahí, entrelíneas, sugerido”.

¿Quién es este Juan Kalel y de dónde salió? ¿Por qué sobresale de una horda de alumnos universitarios desinteresados? El resto del cuento se tratará acerca de develar el misterio. La conformación de este personaje misterioso y lejano, como el título del cuento, es la representación exacta de esta espesura no dicha de la que hablábamos antes.

Una vez un profesor que tuve me dijo que hay que estar muy seguro antes de tirar nombres de escritores consagrados entre las primeras líneas de nuestros textos, que hay que saber bancarse después con la propia escritura esa referencia que se hizo. Este cuento no solo teoriza la lúcida tesis de Piglia, sino que la encarna, la muestra, la pone frente a nuestras caras para desentrañarla.

Todo el cuento es una excusa para analizar la estructura del cuento, pero también una clase magistral de literatura 1: Poe, Maupassant, Chéjov, Joyce, Flannery O´Connor.

Pero Juan Kalel escribe poesía, lee poesía; Pessoa y Rilke, dice. Y aquí el autor le da a su personaje el pie para lo que podría ser una definición bastante precisa de lo que es hacer poesía: “Dijo que escribía poemas cada vez que sentía algo muy fuerte, estuviese donde estuviese, pero que el poema nunca era sobre aquello que estaba sintiendo, sino sobre algo muy diferente”.

En algún momento del cuento el narrador concluye que un poeta deber sentirse así, nacer así, que un narrador se puede ir formando con los años, pero un poeta no.

“La diferencia entre un escritor y un escritor genial, el poder estar diciendo una cosa cuando en realidad se está diciendo otra, el poder de usar el lenguaje para llegar a un sublime y efímero metalenguaje”, que es lo que hace Kalel cuando escribe poesía.

Se nos va armando así esta figura elevada y misteriosa que el resto del cuento el narrador va a perseguir por tierra guatemalteca, llevándonos a nosotros los lectores por toda su extensión, reflexionando acerca del lenguaje, siempre buscando refugio en ese tipo de reflexiones, en las palabras, los pueblos indígenas y sus nombres.

“Alguien como Juan Kalel, aunque quisiese, jamás dejaría la poesía, principalmente porque la poesía jamás lo dejaría a él.”

Sobre el final del cuento Juan Kalel le enseña a nuestro Eduardo narrador una palabra en su lengua que significa poesía, o literalmente trenzar, que es lo que hace la poesía, pero también este libro.

Hago mucho hincapié en este cuento no solo porque es el primero y porque me gusta personalmente la construcción del personaje sino porque me parece que está lleno de ejemplos y de recursos literarios que lo hacen digno de análisis.

Ya tendremos la posibilidad de hacer el taller presencial como fue concibo para ahondar en estos recursos que más adelante nos pueden servir no solo para escribir, sino y, sobre todo, para aprender a leer en estas claves, para profundizar las lecturas más allá del gusto y del disgusto y hacernos con algunas herramientas que no pueden ayudar a narrar y/o comentar.

“Fumata Blanca”, el segundo cuento de esta edición, es una escena de bar, breve, sencilla y cinematográfica que a mi entender nos adelanta un poco el vínculo que el narrador va a ir desplegando con las mujeres en sus textos, es como una breve introducción a su mundo masculino. Es un tema que recurre como tantos otros que irán apareciendo y repitiéndose como los antepasados, la música, el sexo, el alcohol, la literatura.

“Twaineando”, el tercer cuento, narra la soporífera experiencia de un profesor universitario que viaja a un congreso sobre Twain. De nuevo mi impresión es que aquí Halfon lo que intenta hacer es aprovechar la excusa del cuento para desarrollar su teoría quijotesca sobre Twain.

Es una excusa también para narrar el acartonado y aburrido mundo de la literatura en academias, tan distante de la pasional relación que se tiene cuando se lee y uno gusta de leer. Se puede entrever una queja, una crítica al sistema academicista, al igual que en el primer cuento.

Una vez más el narrador se construye a sí mismo como un observador, un outsider, que es un poco lo que la gran Hebe Uhart nos propone hacer a la hora de escribir, que nos marginalicemos un poquito, que nos desaburguesemos.

Después arranca una saga de cuentos que se trenzan entre ellos, pero no solo entre ellos sino también con el resto de los cuentos del libro, su prólogo y su ponencia de cierre. Milan Rakic, este pianista serbio con quien charló de jazz una noche en un bar, la misma noche en la que conocemos por a Lía, la amante de Eduardo, quien dibuja en cuadernos la forma de sus orgasmos después de hacer el amor. Esta imagen me parece preciosa.

Este personaje del pianista obsesiona al narrador al punto que este lo persigue, lo va a buscar, o es perseguido por él, su figura lo embruja con postales enviadas desde todas partes del mundo. El pianista está, a su vez, obsesionado con los gitanos y sus antepasados. Milan Rakic, me entero más tarde investigando, es en realidad el nombre de un poeta serbio.

Y entonces ¿por qué esta saga está interrumpida únicamente por la historia que le da título al libro, la historia del abuelo y el boxeador polaco? Quizás, justamente, porque es la historia de los antepasados del Halfon narrador.

Los gitanos odian a Milan por serbio y los serbios por gitano, es un no lugar, el sentimiento de ser una “pastillita celeste en un frasco de vidrio”, anécdota que el narrador cuenta le marcó la vida y el sentimiento de soledad y no pertenencia. El no lugar: el judío guatemalteco, el gitano serbio, la búsqueda de la identidad. Se condensa algo a lo que el narrador va a hacer referencia en varias de sus reflexiones: la soledad, el nomadismo, las habitaciones de hotel, la vida gitana, la música, la no pertenencia.

Una vez más las historias, todas, se trenzan, forman una unidad de sentido. Pocos libros logran tal cosa. De esta saga el cuento “Epístrofe” es la escena iniciática en la que se conoce al pianista; “Fantasma” es el nacimiento de una obsesión, “Postales” es la historia contada a través de postales del fantasma del pianista que acecha, “La pirueta” es la búsqueda incansable del pianista por Belgrado. Todos estos cuentos componen una pequeña unidad enorme en sí misma.

“El boxeador polaco”, el cuento que le da título al libro, es la reconstrucción de una historia familiar nunca antes contada, lo no dicho, lo que se teje por debajo de la superficie y nos forma y deforma.

Al abuelo lo salvaron las palabras del boxeador polaco en Auschwitz. Las palabras.

El libro concluye con el discurso de Póvoa, que me pregunto si es en efecto fue un texto pensado con la finalidad de ser expuesto y termina:

“Así, exactamente, es la literatura. Al escribir sabemos que hay algo muy importante que decir con respecto a la realidad, y que tenemos ese algo al alcance, allí nomás, muy cerca, en la punta de la lengua, y que no debemos olvidarlo. Pero siempre, sin falta, lo olvidamos”.