La pesada herencia: reseña sobre “No contar todo”, de Emiliano Monge.

Por Damián Huergo.

 

Antes que la ola de la literatura del yo y su correspondiente crítica se digitalizara, Walter Benjamin escribió: “Habría que acostumbrar a los escritores a considerar la palabra yo como su reserva de víveres. Así como los soldados no pueden tocar la suya antes de que pasen 30 días, tampoco los escritores deberían desenterrar el yo antes de tener cumplida la treintena.” No es difícil imaginar la frase pegada a un costado del monitor donde el escritor Emiliano Monge se sienta a escribir. En libros como El cielo árido y La tierra arrasada -por nombrar dos novelas que lo convirtieron en uno de los narradores vivos más importantes de nuestro continente- su yo apenas asoma los dedos. La historia familiar de los Monge, la mantuvo alejada de su literatura. Sin embargo, luego de varios premios y de sellos fronterizos en su pasaporte, como si hubiese estado tomando impulso, pudo entrar a la tierra y la sangre que lo esperaba con la paciencia y la terquedad de lo que resulta inevitable.

En la novela de no ficción No contar todo, el linaje de los Monge empieza con una muerte. Mejor dicho, con una muerte que sólo aconteció como simulacro. Carlos Monge McKey, el abuelo paterno del autor, con planificación de terrorista o de agente de servicios, colocó una carga de explosivos en su camioneta y la hizo volar por el cielo sin nubes de Sinaloa. En el interior del vehículo había dejado algunas pertenencias que lo identificaban, que se fueron carbonizando mientras él miraba el fuego “como contempla el mar quien por primera vez lo tiene enfrente”. Esa es la máscara que procede a los Monge, la huida inicial, el escape hacia afuera que expuso el vacío que cada uno de los hombres iba a llevar adentro. Las otras máscaras pertenecen a Carlos Monge Sánchez (hijo y padre a la vez) y al propio Emiliano, autor de No contar todo, que -con autenticidad brutal y talento narrativo- repasa las “mil mentiras” que esconden la verdad rota que les dio forma y movimiento a los hombres de su familia.

Emiliano Monge partió de la certeza de que narrar los acontecimientos que habían sacudido a su familia no alcanzaban para hacer literatura. Como bien dice desde las primeras páginas del libro, “los acontecimientos nunca son la historia”. Al momento de enfrentar su reserva purulenta de víveres, el desafío que se le presentó fue, por un lado, transformar los hitos de los hombres Monge en una historia y, por el otro, diluir su yo en una novela que demandaba los procedimientos de la autoficción. La solución que encontró el autor fue construirles una voz, un registro, una música a cada uno de los hombres Monge. En otras palabras, borrar su propia voz para que hablen y escriban los protagonistas.

Los capítulos que corresponden al abuelo, a su falsa muerte y posterior reaparición, a sus vínculos con la narco-política sinaloense, a su angustia y vacío, están narrados en forma de diarios en tres libretas perdidas que Carlos Monge McKey llevaba a escondidas. En cambio, las andanzas de su padre como guerrillero al lado de Género Vázquez, su paso a la clandestinidad, y sus contradicciones de clase como escultor, serán narradas a partir de su propia voz, en una conversación con su hijo, Emiliano, en donde del interlocutor no tendremos ni una sola palabra. Por último, el propio Emiliano Monge se narrará a sí mismo en tercera persona, como personaje de la historia. Su parte contempla un arco dramático que va desde sus primeras soledades, consecuencia de enfermedades infantiles, hasta las mentiras traficadas como ficción que construyó para sobrevivir en la adolescencia y adultez. La variación técnica que utiliza Emiliano Monge, el autor, no es un mero ejercicio de virtuosismo. Por el contrario, potencia la trama de hombres que se estimulan y condicionan en el roce; vidas envueltas en un mismo lodo de violencia, masculinidades rancias y abandono.

Al narrar su propia biografía familiar, Emiliano Monge no solo abre las puertas de su casa, sino las de una época, las de un país, las de una clase, las de una generación de hijos curtida en modelos de paternidad y masculinidad que hoy tienen el sabor del yogurt vencido. En ese sentido, la escritura del yo puede trascender la confesión individual del autor y abrirse hacia lo colectivo, a lo que tenemos en común con otros que -al ser atravesados por las mismas experiencias- devienen nosotros. En No contar todo, los orígenes del narco sinaloense, la masacre de Tatlentonco en el ‘68, el Halconazo del ‘71, la ruleta rusa de los cargos en el PRI, la ambición europea de la clase intelectual mexicana, no son el telón de fondo de vidas impermeables a la historia. Cada uno de los hitos torció el destino de los Monge, sea en simultáneo a los sucesos o transformados luego en pesada herencia. Al menos así le sucede al menor de los tres, Emiliano, que da cuenta en su libro de una genealogía enlazada a la historia en mayúscula, creando una “narrativa común de identidad” que excede a su propia familia.

No hay géneros ni procedimientos en la literatura que sean malos o buenos por sí mismos. La denominada escritura del yo, en su último giro, fue vapuleada y asociada a la decadencia de una época narcisista, incluso por escritores que publicaron textos autobiográficos o por críticos que modulaban su yo desde distintas redes sociales. El acierto de Emiliano Monge fue haber cruzado un género propagado por diferentes geografías con un estilo propio. En No contar todo la fuerza de las observaciones de Monge, la lírica de su lenguaje, la hondura de sus reflexiones, prevalecen sobre la mera confesión. En todo caso, no es exagerado decir que Monge se encontró empujado a escribir este libro, como si hacerlo fuese un modo de llenar el vacío, de atravesar el estupor, de encontrarle una forma a lo que resulta imposible entender sin fabricarse un sentido.