El mago de Viena

Sergio Pitol ha escrito libros iluminadores, eso se sabe; son un testimonio del caos, de sus rituales, su limo, sus grandezas, abyecciones, horrores, excesos y formas de liberación.

Son también la crónica de un mundo rocambolesco y lúdico, delirante y macabro.

Son nuestro Esperpento.

Cultura y Sociedad son sus grandes dominios.

La inteligencia, el humor y la cólera han sido sus grandes consejeras.

(Carlos Monsiváis).

En algunas páginas autobiográficas Pitol deja entrever la intensa relación que ha vivido con su escritura, el descubrimiento de una Forma, su ars poetica, una creación que oscila entre la aventura y el orden, el instinto y la matemática.

Su relación con la literatura ha sido visceral, excesiva y aun salvaje: Uno, me aventuro a decir, es los libros que ha leído, la pintura que ha conocido, la música escuchada y olvidada, las calles recorridas.

Uno es su niñez, unos cuantos amigos, algunos amores, bastantes fastidios.

Uno es una suma mermada por infinitas restas.

El arte de la fuga fue un parteaguas en su obra.

Allí Pitol confunde hedónicamente todas las instancias académicas, remueve fronteras, trastorna los géneros.

Un ensayo se desliza sin sentirlo a un relato, a una crónica de viajes y pasiones, al testimonio de un niño deslumbrado por la inmensa variedad del mundo.

El mago de Viena es más radical: un salto del orden a la asimetría, un roce constante de temas y géneros literarios, para potenciar la memoria, la escritura, los autores predilectos, los viajes y descubrir, como lo deseaban los alquimistas, que todo estuviera en todo.

Sergio Pitol es, sin duda, una de esas figuras mayores que aparecen de vez en cuando, casi milagrosamente, en la literatura mexicana.

(Jorge Volpi)

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