Claves de lectura de “Desierto sonoro”

Por Sofía Balbuena

El libro inicia con una especie de mapa o cartografía de todo lo que está por venir, que es ni más ni menos que la historia de una familia, a través de un viaje que los constituye a todos en personajes, pero sobre todo en voces que encarnan una representación de la vida. El inicio es la partida, una familia particular, ensamblada. En dOnde la niña es hija de ella, el niño es hijo de él, pero que se reconocen como unidad, o así han estructurado la narrativa sobre sí mismos. Luiselli es ordenada, y nos presenta el cuadro de situación a través de conceptos que estructuran lo que luego se va a desplegar de forma más experimental, toma el recaudo de darnos un mapa para atravesar el desierto por el que vamos a viajar. La partida es el inicio. El léxico familiar -aquí es insoslayable la referencia a Natalia Ginzburg- en donde nos explica quién es quién en el asunto y una versión resumida de la trama: esta es la historia del final de su vida juntos. Sabemos desde el principio que la historia que nos van a contar es triste, porque el camino que van a emprender juntos, lo terminarán separados. Pero, como en todo los diarios de viaje, lo importante es el camino.

Ellos, los padres, son documentalistas sonoros. Que es una forma de decirnos de forma solapada que son escritores. Los padres son Valeria Luiselli y Álvaro Enrigue. Dos de los más talentosos escritores mexicanos contemporáneos. Pero aquí prevalece el manto de intimidad ceñido sobre sus narrativas. No se trata de contar los chismes de la desilusión de una pareja, sino de generar una narrativa propia para entender el porqué de los finales. Ella enumera una serie de escenarios que operan como mitos fundacionales de la unidad familia: la grabación que hacen ellos dos padres, de los niños durmiendo la primera noche en la que comparten el techo. El registro del sonido de sus hijos como mito. El sonido es una forma de no decir voces, porque no se puede apresar al hijo propio en la palabra escrita. Al menos una novela no puede dar cuenta de ese torrente de cosas que supongo existen cuando una tiene una hija y adopta un hijo del hombre que ama.

Todos ellos que existen en la calidez de un hogar ajustado a sus particularidades, que tienen trabajos buenos y una casa linda en el corazón de la única ciudad norteamericana que a mí me parece interesante por su oferta cultural, que han constituido un hogar para los hijos propios y ajenos sin diferencias entre una y otro, porque el niño es tan hijo de ella como la niña hija de él, van a abandonar esa certeza para adentrase en el camino hacia quizás el territorio más hostil de Estados Unidos, su frontera sur, en donde a conviven la geografía de los proyectos que a los padres los convoca, pero por separado. La narrativa sobre Estados Unidos es mucha y muy variada. Flannery O´Connor quizás sea la referencia más inmediata e importante. Pero hay otra apuestas más contemporáneas que a mí me interesan mucho. A los y las que les interese este territorio particular, les recomiendo mucho El verano del odio, de Chris Kraus. Kraus es conocida por su novela I love Dick, que a mí me interesa mucho por muchas razones que ahora no vienen al caso. Les recomiendo la lectura que hace muy poquitos días hizo Luna Miguel en su canal de Youtube sobre esta novela, I love Dick en el marco de una línea de investigación que está llevando adelante con mucho compromiso sobre el deseo femenino. Kraus es una referencia de época imprescindible sobre este tema pero además es una gran narradora de aquello que constituye a Estados Unidos como un territorio en guerra sobre sí mismo. Hace muy bien lo de registrar la dimensión federal de este país, en el recorrido y en el viaje y en plantar en eso que aparece como unidad en su narrativa -Estados Unidos- como el territorio más desigual e injusto del mundo.

Pero volviendo a Desierto sonoro, mientras él quiere y necesita documentar el sonido impenetrable de los últimos apaches, esos hombres y mujeres que fueron los últimos en rendirse a los europeos y americanos blancos en territorio norteamericano, ella quiere responder a la pregunta del horror que la administración Trump agudizó pero que estaba antes y que probablemente, exista después con la misma contundencia, cuando el señor bronceado anfitrión de ese programa nefasto El aprendiz, que mirábamos seducidos en Sudamericana en los años 90, se haya ido. Estados Unidos deporta a los niños indocumentados que consiguen cruzar su frontera, ni bien se topan con ellos. Si son mexicanos, dice Luiselli, ni siquiera media una audiencia de por medio, el niño o la niña es puesto en un avión de vuelta su país, sin mediaciones. Si los niños o las niñas son centroamericanos, por lo menos tienen derecho a que se les hagan un par de preguntas, antes de ponerlo de vuelta en un aeroplano que los devuelva a quién sabe dónde.

Pero el interés de él aparece más marcado, definido. Mientras que en ella la necesidad de documentar esa tragedia se anuncia, se expresa apenas en la escritura y en los hilos que va trazando para constituir una narrativa el respecto, él en el silencio se planta determinado. No comunica pero opera. Quizás aquí vemos la primera inflexión “feminista” de Luiselli y nos hace más sentido su alusión primera a Ginzburg: el hombre no necesita explicar ni entender su determinación a perseguir las cuestiones que considera importantes. La referencia a la que me refiero es el prólogo de Ginzburg a su libros A propósito de las mujeres. Mientras nosotras tenemos que dar vueltas sobre los fundamentos de nuestros intereses y justificarlos furiosamente, escribir cientos de páginas y atravesar experiencia significativas para volcarnos con determinación hacia lo que nos convoca, ellos simplemente asumen que ese es su lugar, sin un ápice de duda. No titubean en abandonar lo conocido y amado para adentrarse en una carrera contra su tiempo. Ella es más consciente de que lo que están a punto de abandonar va a doler y eso le cuesta. Ella es una mujer que en pleno siglo XXI sostiene sobre su cuerpo las mismas contradicciones y dificultades que las mujeres sostenían sobre sí en el siglo XX.

Sobre la página 34, estamos sobre el comienzo del libro, aparecen algunas de las reflexiones más interesantes y que van a recorrer todo el texto, en relación a la familia y a los vínculos. Sobre todo el matrimonio como unidad de sentido de nuestras vidas. La vida que construimos aparece como la parte fácil de hacer. Después del momento de construir, cuando ya nos saturamos del embeleso, de la etapa de inicio de las cosas, cuando los niños ya crecieron y son más fáciles de separar de nosotros, cuando los horizontes profesionales empiezan a bifurcarse, la idea de amor se redefine. Qué es lo que tenemos entre nosotros. Es el matrimonio una comunión absoluta, se pregunta Luiselli, o más bien nuestra vida juntos puede tomar o no, la forma de un pacto: dos personas dispuestas a protegerse de la soledad del otro, por algún tiempo que siempre acaba por terminarse. Ella inicia entonces su proceso de documentación sobre su tema, desfasada, como en una carrera contra la determinación de él y su proyecto propio, más bien se acopla a la  necesidad que en él se posa absoluta. Ella se ensambla, como la familia que construyeron, a su ruta, como para acompañarlo un rato más por el camino y compartir un tiempo de despedida. El viaje como un ritual de cierre que ella necesita, mientras que para él es la ruta hacia lo que viene.

La documentación para sus hazañas son las cajas. El esposo compra siete en total que reclama para él, pero ella las divide, y aunque él se queda con 4, ella y los niños se quedan con una para cada cual, para poner ahí sus pedazos de viaje. Antes del viaje, entonces, está la instancia de preparación. Y este libro es muchas cosas, pero también es y por sobre todo, un diario de un viaje. Un viaje nunca es nada más el cúmulo de instantáneas de los paisajes, siempre hay otras cosas. A ella le resuena su profesión y su vida con él en el antes, mientras toma dimensión de que está a punto de abandonarlo todo y las hormigas toman la casa. Se pregunta: si en la búsqueda de sonidos ajenos, en la pretensión de documentar de forma sonora la ciudad en la que se reconocieron y se amaron, no han perdido la capacidad de escuchar sus propias vidas, de darle el espacio que merecen. Pero esta es una reflexión inútil, al menos en el plano al que ella le concierne, porque él ya no la escucha. Está arriba del auto, rumbo a las montañas Chiricahua, presto a documentar otra historia, la que viene, porque este horizonte que para ello sigue vigente, para él ya está clausurado. Entonces, inicia el desplazamiento y a ella se le vienen a la mente todos los desplazamientos anteriores. Sus mudanzas, los exilios, como inicio. Los niños perdidos, que también viajan, que como ellos, pero salvando las distancias, también, empiezan un viaje y ese inicio es a la vez el esbozo de un final que para esos cuerpos migrantes puede ser fatal.

La forma

Luego de la presentación, del mapa que Luiselli nos construye para instalarnos en el texto, inicia otro momento de la escritura. Es el diario de un viaje, de un desplazamiento, literal. Pero aun cuando la prosa no se inventa, es familiar y accesible, lo que la enmarca tiene otra pretensión. El año pasado se publicaron dos grandes novelas escritas por mujeres. Digo grandes novelas en el sentido en el que Vargas Llosa entiende las grandes novelas. En su dimensión más tangible. Son grandes porque construyen un mundo, pero además su contundencia se manifiesta en lo material. Tienen muchas páginas, son largas y esa ambición particular es más rara en las mujeres que escriben libro que en los hombres que escriben libros. Digo rara en su acepción de poco frecuente. La novela de Mariana Enríquez, Nuestra parte de noche, tiene casi 700 páginas. Desierto sonoro casi 500. Cuántas mujeres, latinoamericanas, publicaron en España una novela de más de 300 páginas. Cuántas de esas novelas tuvieron alguna -poca o mucha- repercusión. Esta ambición, de vuelta, es poco frecuente pero más infrecuente es que sea atendida. Estamos hablando de dos de las escritoras latinoamericanas más importantes, más leídas y probablemente bien pagadas de nuestro tiempo. Es decir, lo han hecho por muchos motivos, pero sobre todo porque pueden. Ahora bien, en sí mismo eso a mí me parece un mérito. Mientras que la novela de Enríquez, que también está construida a partir de la polifonía, mantiene una estructura más bien lineal y, si se quiere, es más conservadora, la de Luiselli investiga sobre la forma. Es más “experimental” si cabe. Quizás por eso tuvo la necesidad de trazarnos un mapa para anclarnos con él al camino que nos iba a proponer.

Las cajas constituyen una forma de acercarnos a los personajes desde otro ángulo que no es el de la lectura de la novela propiamente. Es decir, están consignadas las subjetividades, inventadas o no, en el texto. Esa es una forma de recorrerlas. Pero Luiselli propone otra. En la prosa nos va tentando a acercarnos al contenido de las cajas. Elige libros de la caja de su marido, nos lee fragmentos. Los subraya. Nos tienta con su intención de encerrar la belleza en círculos mientras leemos. O, para el caso, le sacamos una foto para subirla a la internet. Hace algún tiempo, cuando cursaba el máster de Escritura creativa de la Universidad Pompeu Fabra, Mathis Enard nos dio una especie de charla inaugural. Yo nunca había tenido la oportunidad de escuchar a un escritor de esa magnitud y mucho menos el espacio para hacerle preguntas. Pero casi nunca tengo preguntas, sino que más bien comentarios. Ahora que lo recuerdo, pienso en algo que él dijo sobre Bolaño y su 2666. Que además son territorios asemejables. A mí se me confunden Los detectives salvajes y 2666, pero si algo recuerdo de 2666 además de la preeminencia de ese mismo desierto de un lado y del otro de la frontera sur de Estados Unidos, es la cantidad de propuestas de lecturas que estaban anudadas ahí. Enard decía que la lectura, sin la mediación de la institución, puede ser una escuela en sí misma. Que no hace falta pagar un máster para estudiar la literatura, mucho menos para disfrutarla. Aquí Luiselli quizás hace algo parecido. Están en el mismo libro todos los insumos que utilizó para la construcción de Desierto sonoro. Pero también, quizás para el libro que Enrigue escribió sobre ese mismo desplazamiento Ahora me rindo y eso es todo, la historia que ella cuenta en Desierto sonoro que él quería contar, sobre los últimos hombres y mujeres libres de América. Estos que fueron los últimos de algo, que a su marido lo encandilan y decide sin más ir detrás de ese silencio, sin lamentar aquello que va dejando atrás mientras avanza.

Ella desordena las cajas, se roba cosas de una y de otra, cambia el contenido del proceso documental y se pregunta como reescribir en el escribir el inicio de esa disolución a la que atiende. Cuándo empezaron ellos a separarse. Si hubo otros o otras, cuál fue el punto de giro de la historia de su familia. No encuentra respuestas, al menos no respuestas que cancelen la posibilidad de las preguntas. Pero si algo quizás el libro en sí sea una larga respuesta a esa incógnita, que se reinventa un poco cada vez. Si las cosas tienen -y contamos a las novelas dentro de las cosas- un principio, un desarrollo y un final, cuál es y dónde empieza y termina cada momento y cada cosa. Ella dice: puede que sea una cuestión de perspectivas. Cada cuál mirará hacia su proceso con la particularidad y la profundidad de sus ojos únicos. Otras respuestas posibles a la misma pregunta pueden encontrarse en las cajas, pero también y por sobre todo, la síntesis de lo que fueron está en sus hijos, en la narrativa que los niños construyen sobre ese viaje y su historia familiar. Sobre esa familia que todavía no entienden que está a punto de desaparecer. Al menos como la conocen y la habitan. En el juego de los niños, los niños perdidos de ella se mezclan con los apaches de él. Todo junto y al mismo tiempo.

Si ella es una periodista, él es más bien un artista. Eso los marca como diferentes en la profesión que comparten. Hay algo irreconciliable en eso, aun cuando hayan compartido buena parte de lo que habitan y tienen. Si sus senderos están a punto de separarse, pues es por algo. Ella siente, a partir de presenciar una escena en la que un avión que devuelve a sus países a niños y niñas que están siendo deportados, una certeza. Hay una historia que contar, pero es una historia imposible porque aquello que ella quiere asir no existe. Como narrar la historia de los niños y las niñas que desaparecen en el desierto, cerca de la frontera sur de Estados Unidos si esos chicos no están. Como erigir un testimonio de aquello que desaparece antes de tener la oportunidad de registrarlo. Un poco como la historia de los apaches que el marido quiere contar, cuando ese sonido se extinguió hace mucho tiempo, Desierto sonoro invierte la carga de la prueba; hay un sonido que no se puede apresar, hay quienes no tienen y nunca tendrán acceso a la palabra ni a la voz. Que no hacen ruido, que no se pueden grabar. Puede que ese silencio, esa falta, sea el desierto en sí y que lo que nos remite a lo sonoro sea ella intentando rondar y describir esa imposibilidad.

Luego los niños. La niña y el niño que desaparecen. Ella le entrega sus hijos al desierto, en la narrativa. Porque sabe que no puede contar lo que quiere contar de otra forma. Sin el cuerpo de sus hijos perdidos en la nada, no hay final para esta historia en la estructura que Luiselli plantea. Pero esto abre un debate, o una serie de debates posibles en relación a la literatura y lo político. Hoy Paula me recordó una frase de Zelarayán -ustedes saben que la novela que le da nombre a Lata Peinada, la escribió un argentino que se llama Ricardo Zelarayán- que dice algo así como que cuando hay plan la escritura fracasa. Digo: el libro de Luiselli es un libro políticamente correcto. O incluso podemos preguntarnos si no es, por lo contrario, un libro profundamente incorrecto en términos políticos. Denuncia un Estado genocida como es los Estados Unidos, con algo tan horroroso y condenable como es deportar niños y niñas que arriesgaron todo para cruzar una frontera buscando una vida mejor. Ahora bien, qué tenemos para decir del recurso que utiliza. Esta idea, como decía antes, de entregarle sus propios hijos al desierto. Esta es una arista filosa, es incómoda, pero la podemos pensar. Hay quienes puedan concluir que lo que Luiselli construye es un artefacto un poco aparatoso. Que ponerse desde la ficción en un lugar en el que nunca le va a tocar estar en la dimensión de lo real, es condenable. Es pretencioso e incluso una falta de respeto a los cuerpos que si han atravesado la frontera y el desierto y han perdido la vida en esa migración. Es decir, quizás no haga falta entregarle los niños al desierto. Se puede sentir empatía, denunciar, militar, condenar sin hacer la pantomima de la entrega y el desgarro.

También habrá quienes piensen que en un lindo gesto poético. Claro que hacer un gesto poético a partir de este insumo también es problemático. Porque es ficción, claro, pero es una ficción que construye en un escenario en donde lo que falta son sus propios hijos. Yo no alcanzo a dimensionar el dolor de proyectar esa posibilidad. Puede ella dimensionarlo en la construcción de una novela. Es una pregunta. Es una pirueta narrativa interesante porque nos pone frente a la pregunta de los límites: la literatura, como tal, debería asumir su propia ficción, su privilegio, su dimensión, en última instancia, de belleza inútil. Yo no creo eso. El tema siempre es el cómo. En el cómo hacemos lo que hacemos se define lo propiamente político. Una pregunta que se desprende de lo anterior es: sin imaginar y construir un escenario de estas características  alcanzamos a percibir la profundidad de la desgracia. Estados Unidos es un estado asesino, pero en el privilegio de seguir protegiendo a los suyos en un escenario alucinado no necesariamente hay desgarro.

Luego los niños vuelven a sus padres o los padres vuelven a sus hijos, por eso el mapa, por esa la ruta pactada que todos, incluso los niños, conocían. Y hay remanso y la angustia cede, sus hijos estarán bien. Ante la posibilidad de un escenario muy peor, pues la historia de la disolución de una familia no resulta tan trágica a los ojos de la madre. Es normal, estamos más acostumbrados a los divorcios. Pero la niña y el niño son hermanos y ese divorcio es peor que el de ella y su marido. Dos niños que crecieron juntos y se aman y se acompañan y reconocen, van a separarse también. Porque aun en el ensamble pues el niño es hijo de él y la niña es hija de ella y la biología sigue vigente como una categoría que ordena nuestras vidas todas.

La desaparición de los niños, sus niños, tiene otro costado desde el que me resulta más interesante, en los términos que el libro propone, pensar: el niño también emprende con su hermana su propio viaje de despedida, porque también, como ella, lo necesita. Necesita decirle adiós a su hermana y hacerle saber que no importa cómo ni cuándo, siempre va a volver a ella. Que la va a encontrar, que la cuida. Luiselli escribe, además, la carta en donde el niño se despide de la niña. Le da la posibilidad su hijo no biológico de decirle a su hermana que la quiere. Quizás venda más centrarnos en la novela del jet set de los escritores mexicanos, que vivían en New York y tenían todo y luego asistir con morbo a su desmembramiento a través de dos novelas y, además, a la intención quizás desafortunada de plantar bandera sobre un terreno tan complejo como los cuerpos de los niños migrantes que atraviesan la frontera sur de Estados Unidos a pie. A mí, si algo, me conmueve la sinergia de los hermanos, la fe en la familia que armamos incluso cuando la estamos viendo caer.