Anecdotario de un librero

Antes de empezar a trabajar en Lata Peinada, nuestras libreras son sometidas a un duro entrenamiento en la selva de Magúí, la isla con el mayor promedio de lectores en el mundo.
Luego de varios días conversando con los locales, recomendando libros según edad, género, religión y sueños de cada habitante, (lo que sueñan al dormir, no lo que sueñan conseguir cuando están despiertos), el equipo se instala en una carpa bajo la lluvia torrencial que dura semanas, (después del granizo de Sant Jordi esto no parece tan complicado), y los magüienses se acercan para preguntar precios o para hablar de lo que leen por esos días.
Es sabido que muchos turistas confundidos llegan a esta isla pensando en otra. Poco después de salir del aeropuerto, al llegar al centro, empiezan a sospechar que no están en el lugar correcto. Atentos a esa situación que se repite todos los meses, los magüienses se acercan a los extranjeros con collares de pétalos de flor. Sucede que la gente es tonta, pero no tanto, y por más baile hawaiano, collares de flores y camisas con dibujos de palmeras, saben que por la similitud de los nombres se han equivocado de isla.
Por supuesto, una vez en el hotel lo primero que hacen es intentar comunicarse con algún pariente o con la agencia de viajes. Sin embargo, mientras el teléfono suena y suena o veces no da tono, ven por la ventana a la gente que pasa leyendo de pie. Entonces cuelgan el aparato y empiezan a mirar con atención.
Ocho de cada diez personas, hombres y mujeres, jóvenes y adultos, niños incluso, leen con una concentración de ajedrez mientras caminan. En ese momento uno se da cuenta que no se equivocó de isla. Entonces desarma la valija, se lava la cara con agua fría, se pone una linda camisita y sale a recorrer las calles.
En el puesto de fideos con arroz y camarones negros, un tipo con la cara de Borges en la remera; en el herbolario de la esquina del mercado, un pibe de trece o catorce años sostiene 2666. En el mercado se pueden ver portadas, todas traducidas al inglés, de García Márquez, Neruda, Padura, Cortázar y Mariana Enriquez. Yo la conocí en mi librería en Barcelona, le digo al que la está leyendo, y el flaco, sin soltar el libro, me da un abrazo que dura un minuto y medio. Me quiere invitar la comida, pero no lo dejo. Me pide que le firme el libro. Escribo algo y firmo Mariana Enriquez. Soy un simple intermediario. Y quizás, le digo después, sea esa la verdadera esencia de un librero, ser el mensajero entre escritor y lector. El tipo se ríe, pero es evidente que no entiende nada de lo que digo.
En los días siguientes, junto con las libreras, visitamos el templo del buen final, la montaña del suspenso, el ayuntamiento y un famoso bar donde, según dicen, estuvo Hemingway. Me rio y le digo al guía: un día van a decir de Hemingway y los bares algo parecido a lo que dijo Borges sobre sus libros, que firmó tantos ejemplares en su vida que en el futuro iban a tener más valor los que no estuviesen dedicados por él. El guía tampoco entiende nada.
Despierto en mi cama de hotel, pido el desayuno en la habitación y junto a las tostadas hay un libro. Esto es vida, pienso. Pero tengo que volver a Barcelona, donde mi librería espera y donde posiblemente haya gente en la puerta ansiosa por conocerme.
Por la tarde, una lancha me lleva hasta un edificio de cristal. Subo el ascensor hasta el helipuerto. Volamos hacia el aeropuerto. Hago escala en Seúl. Compro coñacs, chocolates y un sándwich de jamón y queso y ya en el avión abro La librería y la diosa, de la compañera Vázquez. Lo leo en dos horas, pienso en esto y aquello, pido carne y me arrepiento y después me quedo dormido y sueño con una puerta que se cierra no tan lejos.
En el aeropuerto de El Prat me espera mi mujer con el perro. A veces quiero llorar y no puedo, le digo antes de darle un beso. Llorá mañana, ahora te esperan y no hay tiempo.
Así, más o menos, es la vida del librero.

 

 

Ilustración: @twopiruben